Por: Alethia Archilee

Tienes derecho a sentir, a percibir el calor del sol y la sombra de los árboles, a oler las flores y a abrigar todas las emociones que la vida te permita experimentar. Y es sobre estas últimas sobre lo que me gustaría hablarte querid* lector(a), con la esperanza de que a través de estas palabras puedas acercarte con mayor facilidad a la tranquilidad interior, al ser reflexivo sobre la importancia que tiene el desarrollar una conciencia enfocada hacia la identificación, aceptación y canalización adecuada de tus emociones.

Para ello primero quiero definir a una emoción como aquella reacción que surge en el cerebro límbico al distinguir un estímulo.

Ya sean placenteras o incómodas, las percepciones que decodifica esta parte de tu cabeza están orientadas a descifrar al mundo para poder sobrevivir en él. Tal interpretación se irá formando a través del tiempo y de las programaciones que tu máquina mental reciba en el transcurso de tu vida. 

En algunas culturas las emociones son menos aceptadas que en otras, dependiendo de los matices socioculturales y familiares, además de las particularidades genéticas, el individuo puede desarrollar un alto coeficiente emocional o un desorden como la alexitimia (incapacidad para distinguir y procesar las emociones).

Diferenciar entre alguien con un buen manejo interior y alguien nulificado emocionalmente es sencillo:

- Las personas emocionalmente eficaces tienen la capacidad de ponerle nombre a los sentimientos que experimentan, distinguen el enojo de la tristeza, el júbilo de la alegría, etc. y pueden interpretar los diferentes matices que conlleva la carga emocional inherente a su humanidad, utilizándose a su favor y como medio de aprendizaje.

- Los seres con tendencias a la alexitimia son el producto de sentencias represivas tales como: las niñas buenas no se enojan, los niños fuertes no lloran, los valientes no sienten miedo, los hombres no son sensibles, las mujeres siempre con sus sensiblerías, etc. Tal invalidación de la sensibilidad provoca una negación constante de los diferentes estados de ánimo desembocando en una confusión al extremo de enmascarar las emociones por alguna de las más aceptadas socialmente, ejemplo: 

Como los hombres por consigna “no lloran” pero la ira si es consentida en los esquemas “correspondientes” a su género, la tristeza, la frustración, etc. se representarán con menos esfuerzo a través de alteraciones compatibles con el enojo enmascarando el verdadero dolor.

Las niñas bonitas no se enojan, pero llorar si es válido y las lágrimas se convierten en el escape “adecuado” socialmente ante cualquier tipo de sensación (así sea una ira tan profunda que amerite gritar muy fuerte o cerrar puertas para no abrirlas jamás). Lagrimear frecuentemente permite un desfogue momentáneo pero quizá no muy efectivo a largo plazo para poder realizar los reajustes que las emociones proponen en el fondo.

Eso no quiere decir que llorar no sea correcto o enojarse sea una actividad sinsentido, pero como decía Aristóteles, “Enojarse es fácil, pero enojarse en la magnitud adecuada, con la persona adecuada, en el momento adecuado eso es cosa de sabios”. Lo mismo aplica para el resto de las emociones.

La inteligencia emocional es la manera en la que se le denomina a la capacidad para identificar y manejar las emociones. El término fue popularizado por Daniel Goleman en su libro La Inteligencia Emocional, donde el autor explica porqué es tan importante desarrollar en los individuos además del coeficiente intelectual el coeficiente emocional, resaltando que es este último un factor determinante para el logro de objetivos y cumplimiento de metas, así como para alcanzar la felicidad personal.

En el libro Emociones Destructivas Diálogos con el Dalai Lama, Goleman observa que el budismo tibetano y la inteligencia emocional tienen muchos puntos en común: ambos atribuyen a la causa del sufrimiento el nulo manejo emocional y clasifican a las emociones tales como el enojo, la ira, la tristeza, etc. como las más grandes enemigas de la paz interior.

Aunque coincido en parte con esta postura, me permito cuestionar la radicalidad al clasificar a las emociones como buenas o malas, ya que desde mi perspectiva cada sentimiento que se genera en la psique humana tiene su razón de ser y si se posee la suficiente disposición para desentrañar qué fuerzas se generan a través de ellas, las emociones pueden ponerse a favor del propio individuo e incluso de la sociedad.

Un buen ejemplo es el enfado, que genera la potencia necesaria para poder establecer límites apropiados. Un enojo bien ejecutado propiciará (si se realiza desde el equilibrio interior) que se generen cambios positivos en todos los implicados.

De la misma forma que la ira genera cuestiones positivas, la tristeza también permite estados profundos de reflexión, la frustración bien analizada admite el reconocimiento de los deseos más íntimos y así, cada emoción trae consigo un regalo de crecimiento.

Las personas emocionalmente inteligentes para mí son aquellas que son capaces de reconocer y transformar sus emociones para obtener los resultados que desean.

La inteligencia emocional consiente que los sujetos reconozcan también en qué circunstancia deben de retraerse y en qué instantes pueden enfrentar las situaciones que les aquejan. Una persona que tiene altas capacidades de autorregulación, es competente para elegir sus batallas, sabe en qué momentos le corresponde defender sus ideales y cuando fluir con los acontecimientos evitando desgastes innecesarios.

Una cualidad que también ostentan las personas con un elevado coeficiente emocional es la empatía, que significa poder reconocer cuáles son las emociones y las necesidades del prójimo al ponerse “en sus zapatos”. Sin embargo, es importante distinguir que la conceptuación de la empatía no necesariamente implica a la compasión.

La compasión tiene formas mucho más elaboradas ya que envuelve el poder registrar y anteponer las necesidades del otro aún por sobre las propias.

Es sustancial también distinguir a la lástima de la compasión: la lástima es la reflexión insensible de las debilidades del otro; generalmente se utiliza de manera despectiva y en los peores casos con crueldad. En cambio, la compasión involucra fusionar a la inteligencia emocional e intelectual con la misericordia para poder así reconocer las debilidades y el dolor del mundo, encontrando alternativas consistentes de sanación.

La inteligencia emocional es más fácil que se desarrolle cuando existe un buen autoconocimiento promulgado por una introspección latente. Para lograr un buen desarrollo interior se necesita tomar al ser y observarle desde diferentes ángulos: sin juicio, con objetividad y valentía, pero sobre todo con grandes dosis de amor para poder sanar lo que necesite ser curado y fortalecer lo que sea conveniente fortificar.

Existen diversas técnicas para poder lograr el equilibrio emocional: desde la meditación y la lectura de libros afines al tema, hasta la terapia psicológica y/o grupal, las opciones son vastas para promover el cuidado interno.

Es importante recalcar que todas las alternativas sanadoras requieren de tiempo y dedicación, ya que una de las trampas más comunes que sabotean el crecimiento interno es el creer que este se debe de abordar desde un solo ángulo y que los resultados deben ser veloces si no, no están funcionando.

La salud emocional es un trabajo arduo y constante, se debe de realizar día con día y no hay fórmulas mágicas ni resultados inmediatos, empero cuando el efecto por fin se materializa, las ganancias son inconmensurables. 

Así que, apreciad* lector(a) te invito a rescatar tu derecho a sentir profundamente a través del reconocimiento del estado de tu ser interno.

Feliz navidad.